31 octubre 2015

Cambiar de piel

Recuerdo escucharlo, a Alberto, amigo, profesor de filosofía, compañero en mi primer curso como profesor (qué gran año, cuánta buena gente), un tipo inteligente, un dandi, un grande, y recuerdo sorprenderme ante lo que me decía. Hace ya varios años de esto pero parece que fuera ayer cuando lo miraba con extrañeza mientras él reflexionaba en voz alta y se confesaba con absoluta tranquilidad ante mí: “estoy cambiando de piel, Pepe, noto que estoy en periodo de mutación”. Lo decía con esa voz suya, tan personal, tan particular, tan suave como firme, tranquila pero convencida, con un tono que impedía cualquier conato de sarcasmo porque al escucharla entendías que, tras la aparente simpleza del mensaje, se escondía un mundo de experiencias vitales que apenas podías intuir. Se lo veía introspectivo. Era mayor que yo. Más de una década nos separaba. Él sentía que estaba de nuevo ante uno de esos puntos de inflexión que la vida le iba planteando. Con una hija. Con dos divorcios. Algo estaba de nuevo cambiando. Yo sonreí en silencio, incapaz de responder, de aportar nada, confuso, mientras degustaba su Lavagulin, en el salón de su casa, recostado en su sofá, sin comprender exactamente de qué estaba hablando. Esa iba a ser una madrugada de aprendizaje, un aprendizaje dilatado en el tiempo, porque entonces, en aquel momento, poco o nada de lo que me decía me alcanzó realmente. El whisky siguió desapareciendo de aquella botella mientras otro amigo se incorporaba a nuestro encuentro y otros temas, otras historias, terminaron centrando la conversación. Temas e historias con las que yo me sentía cómodo, con las que disfrutaba y que eran las que propiciaba: impersonales, asépticas, divertidas o pretenciosamente trascendentes. Cine o literatura. Filosofía. Ciencia o trabajo. Risas. Boutades. Sarcasmo. Pero todavía a Alberto le daría tiempo para dejarme otra reflexión, que con el tiempo me marcaría y que ya nunca podría olvidar, mientras en mi vida cambiaban paradigmas y se derruían antiguas certezas: “la amistad, al final, no puede sustentarse en la conversación, en los intereses comunes, en la diversión. Eso es una mentira que dura poco. Lo personal, el preocuparse del otro, de lo que siente, conocer y compartir sus miserias, sus debilidades e ilusiones, ser parte de su historia porque él es parte de la tuya, eso termina siendo lo fundamental”. Tal vez no fueran esas sus palabras exactas, pero eso es ya intrascendente, porque esas palabras sí translucen a la perfección la lectura final que yo hice de ellas.

Desde mi adolescencia, una vez superada una niñez enfermiza, dócil y ajustada a las normas, siempre he sido considerado por los más cercanos como alguien visceral, duro con la palabra y directo en el enfrentamiento, alguien que no se paraba a pensar si lo que decía hacía daño porque lo importante era mantener un discurso intelectual honesto. Aunque molestase. Aunque provocara un incendio. Un capullo, vaya. Si algo de lo que escuchaba en mi entorno familiar o entre los amigos más cercanos me parecía una estupidez (o ellos directamente eran los que me parecían estúpidos) hacer ver que eso era lo que pensaba era una de las maneras de presentar al mundo mi DNI social. Era mi tarjeta de presentación en la vida adulta. Uno más. Tan especial, yo. Tan irrelevante. Yo. No he sufrido nunca grandes depresiones, no he aceptado jamás que el dolor me permitiera esconderme del mundo por demasiado tiempo y he procurado disfrutar al máximo de todo aquello que me proporcionaba placer. Pero más allá de un discurso político público que con los años cada vez ha sido más fácilmente identificable como “de izquierdas”, lo cierto es que en la práctica, en la vida real, yo, como tantos progres, siempre me he movido dentro de un esquema de vida diaria ferozmente liberal: individualismo, egotismo y esencialismo. Nada más sencillo (nada más imbécil) que sentirse diferente y especial: en los gustos culturales, en las prácticas sociales y en las putas ortodoxias políticas.

Los años han ido pasando, proporcionándome experiencias vitales tan ricas como dolorosas. Creo que ser profesor de secundaria ha influido de manera decisiva en mi evolución personal, en mi forma de intentar entender a los demás, en comprender que nada se consigue cuando uno se encastilla en sus obsesiones personales, porque carece de sentido intentar superar los problemas sin apoyarse en los demás. El otro existe. Y sin el otro somos realmente poca cosa. La empatía, esa puta empatía de la que todos hablan y pocos entienden ni practican se aprende desde la experiencia. Nada más triste que trabajar con grupos completos de la ESO en los que se vislumbra que muy pocos de los chicos que los forman conocerán la tranquilidad de una vida acomodada. Que muchos de ellos formarán parte de esas frías estadísticas que los considerarán fracasados escolares. Chicos y chicas estupendos que pocos conocerán, a los que nadie preocuparán, y que terminarán pudriéndose en vidas adultas miserables porque, no nos engañemos, es lo que el mundo espera de ellos. Sí, son los años, es el tiempo que pasa, claro, porque solo con el tiempo te das cuenta de que muchas de tus certezas desaparecen, de que los discursos se pudren cuando no tienen raíces fuertes y que ser honesto, coherente y leal con los que te rodean es sin duda la única manera de seguir caminando por el mundo sin vergüenza.

He ido comprendiendo que existe un desajuste real, una contradicción fundamental entre lo que siento y lo que se espera de mí, entre lo que me gustaría ser y la proyección que los otros hacen de mí. Me aburre mi antiguo yo, me aburren aquellas discusiones infinitas donde quedar por encima era mucho más importante que escuchar lo que el otro decía. Me aburren los guantazos dialécticos gratuitos. Me aburre la soberbia solipsista. Me aburren los que nunca escuchan, los que dicen que escuchan sin escuchar, los que se refugian en un yo misántropo y egocéntrico para esconder su miserable realidad. Lo que haces, lo que dices, solo importa si termina importándole también a alguien más. No porque lo que hagas o digas vaya a ser mejor o peor en función de eso, sino porque de nada vale la lucidez en el vacío, la inteligencia en el desierto, la brillantez en el erial. Me acerco a los cuarenta, los muertos colonizan desde hace años mis sueños, cada vez me apetece menos la contienda estéril, la sórdida esgrima, el enfrentamiento gratuito. Tal vez sea hora de asumir que yo también estoy cambiando de piel, mutando. Sin saber bien a qué.

24 octubre 2015

Un instante. La eternidad.

La observo a través del cristal del vagón del tren que acaba de detenerse en el andén de enfrente. Su cara, surcada por las arrugas de una vida sin retoques de imagen, revela que ha superado ya, sin duda, los cincuenta. Viste con la informalidad que solo permite la seguridad en una misma, y su pelo, cortado a media melena, absolutamente cano, lo recoge sobre su espalda mediante una simple coleta. De repente, justo mientras el tren empieza a frenar en la estación, apoya la cabeza lentamente, con una extraña ternura, sobre el hombro de su pareja. Una leve sonrisa asoma a sus labios y su rostro, mientras se acomoda sobre el cuerpo de él, transmite una inusual y perturbadora mezcla de afecto, abandono, sosiego y seguridad. Su pareja, un hombre corpulento, con el pelo negro y corto, que aparenta acabar de superar los cuarenta, nunca podrá ver lo que yo acabo de presenciar, solo sentirá cómo la cabeza de ella se apoya sobre su hombro, como tantas otras veces, incapaz de vislumbrar cómo para ella la complejidad del mundo, de la historia, de sus vidas, acaba de desaparecer durante una fracción de segundo. La felicidad es un acontecimiento, tan inesperado como efímero. Un instante. Y justo cuando piensas que todo deja de importar, que nada podrá ser ya igual, te das cuenta de que la vida continúa, de que es imposible aferrarte a un momento que ya no existe, que tan solo es ya un recuerdo, tal vez un desvarío más de la memoria. El tren se vuelve a poner en marcha, él la obliga a separarse de su cuerpo, rompe el espacio-tiempo, le comenta cualquier banalidad, ella ríe de manera forzada. Sólo le quedará el recuerdo. No estará segura de él.

03 octubre 2015

Los genes "sociales" que nunca investigó la CEOE

No parece mal tipo, no, tal vez un poco coñazo, demasiado intenso, con ese acento, ¿no es de Madrid, no? Cada año lo mismo, con cada tutor, cada nuevo curso. Lo jodido es que esta vez esta charla llega demasiado pronto. El año pasado pasé desapercibido durante meses. Al final me ficharon. Aunque no se enteraron ni de la mitad. No siempre fue así. No siempre fui así. Yo hace años era de sobresaliente, un niño listo, era un niño encantador, o eso decían todos, casi un empollón, un niño bueno. Me encantaba hacer los deberes en casa, cuidar mi caligrafía, la puta caligrafía, aun hoy se sorprenden los profesores con lo bien que escribo, y en el fondo, aunque nunca lo demuestro, todavía siento un orgullo idiota cuando me lo dicen, cuando me recuerdan lo que ya soy consciente que no soy, cuando la sospecha de lo que podía haber sido inunda mi ego y eso, durante un segundo, delante de mis compañeros, me reconforta, me da una absurda sensación de triunfo. Soy listo, sí, yo soy listo, solo es que no quiero,  pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme... Joder, es que el tío no deja de hablar... Que sí, que lo he pillado, que me has pillado. Bueno, parece legal, me cae bien. No parece querer joderme. Lo miro a los ojos y él me devuelve la mirada, tal vez me termine arrepintiendo pero le voy a decir la verdad, que sí, hostias, que sí, que es el primer día de clase y ya he llegado fumado a primera hora. Bueno, fumado es poco. Pero tampoco le voy a decir que casi no me sostengo sentado. Mientras lo escucho intento focalizar su cara, pero se me distorsiona. Me centro en su voz, aprovecho que no para de hablar. Lo que no sabe el pavo este es que llevo así desde hace año y medio. Que sí, que ya tengo 15 años, que sí, pesao, que ya sé que he pasado a 2º ESO con un montón de asignaturas suspensas. Pero bueno, dijeron que daba igual, que hiciera lo que hiciera pasaría de curso. Me dice que a partir del año que viene no tendrá sentido seguir en el instituto si repito, que habría que buscar nuevos caminos. Hago como si entendiera lo que me dice, siempre digo que los entiendo, pero no entiendo una mierda de lo que me dicen. Si ya no tengo que venir al instituto, ¿qué voy a hacer? ¿Matarme a porros? ¿Juntarme con los del parque? ¿Quedarme en mi casa mirando a la pared? Bueno, digo mi casa por decir algo. Ya no vivimos en mi casa. Por eso de la crisis y toda esa mierda. Ahora hemos alquilado una habitación en otra casa y dormimos juntos en ella mamá y yo. En el fondo menos mal que mi hermana ya no vive con nosotros. La echo de menos, la verdad, y mira que me echaba broncas la hija de puta: "que si tienes que estudiar, que si otra vez expulsado, que si no fumes porros en casa...." Pero al menos nos reíamos, y conseguía que mamá no llorara tanto. Ayer mamá estaba contenta, le habían cogido para el curro ese. Lo único raro es que tiene que dormir en esa casa donde trabaja limpiando. Yo le he dicho que no me importa dormir solo durante los próximos dos meses, pero la verdad es que va a ser un poco extraño, por eso de la otra familia en la casa y eso. Da igual, tampoco creo que pase mucho tiempo allí. Me iré por la tarde con los colegas. Joder, el tutor sigue intentado comerme la cabeza, que sí, que lo sé, que fumar porros es una mierda, lo que tú digas, será que no los has probado porque a mí me sientan de puta madre. Todo es mucho más divertido y a mí me sirven para mandar al carajo mis mierdas. Hace meses que no he vuelto a pensar en mi padre. Pero no quiero problemas, en serio, yo quiero seguir viniendo al instituto, qué voy a hacer si no, prometo no volver a fumar antes de entrar, lo voy a intentar. Lo que sea para que me dejes en paz. Y voy a intentar estudiar. Sí. En serio. Joder. Si yo quiero. Voy a intentar aprobar. Que sí. Si yo sé que puedo. Solo tengo que centrarme y estudiar. Todos lo dicen, ¿no?: "céntrate". Todos lo repiten: "si te centras todo te irá mejor". Debe ser verdad. No me van a mentir. Debe ser fácil. Debo hacerlo. Debo centrarme. Debo estudiar cada tarde. Debo atender a cada clase. Debo atender a cada profesor. Debo esforzarme cada día. Dicen que es lo normal...  No sé, no sé si seré capaz, pero si no lo consigo será por mi culpa, claro. Si no lo hago es porque no quiero, ¿no?... Porque yo soy listo, sí, solo es que no quiero, pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme...

12 agosto 2015

Micropost (veraniego) #2: el incidente


Caminamos lentamente por el interminable paseo marítimo mientras a nuestro alrededor, como enjambres de abejas enloquecidas por algún pesticida, nos sortean (y sorteamos) a decenas de ciclistas que parecen haber surgido de la nada. Son niños, niñas, adolescentes envalentonados o con cara de asco (bueno, eso todos, iban con sus padres), padres hastiados o encabronados, abuelos con complejo de Indurain e incluso algún cuñado engañado con cara de no entender cómo se ha metido en tal embolado. Marchan por un carril-bici incapaz de asumir tal densidad de usuarios, con sus bicicletas, propias o alquiladas, infectas algunas, otras que seguro que cuestan más que uno de mis sueldos mensuales, se adelantan, frenan a duras penas para no atropellarse entre sí, se gritan, invaden la zona peatonal y mientras, disfrutan de una mañana alternativa de deporte en la costa. Los días que se despiertan nubosos y plomizos en estas zonas costeras suponen un importante dilema para esos padres que, de repente, se enfrentan a la hercúlea tarea de entretener a sus cachorros sin la ayuda de la arena de la playa. Al final, el problema suele resolverlo ese padre deportista o esa madre aventurera que impide que la pereza digital envenene a su clan y arrebatándoles móviles y tablets de sus manos, recubre (literalmente) a sus hijos de coderas, cascos, rodilleras y cualquier protección imaginable y lanza a su familia a una loca y divertida road movie mañanera.  Bueno, loca y divertida (en su cabeza, claro) pero controlada (eso sí es verdad), es decir, carril-bici p´arriba y carril-bici p´abajo, que tampoco ahora vamos a sacar a los críos de la burbuja de seguridad que les hemos construido. Y así, pedaleando, se pasa la mañana hasta que la diversión acabe cuando alguno dimita cansado ya de emular a Los Hollister (si pillas esa referencia admítelo, ya: preferías a Los Cinco pero ya te habías leído todos sus libros y caíste en las redes de esa otra secta familiar), o el incidente suceda. Pues eso, nosotros caminamos lentamente por el interminable paseo marítimo cuando vemos a uno de estos enjambres familiares detenidos, a la espera de uno de sus miembros rezagados. Deben llevar ya un tiempecito pedaleando y a estas alturas la ficción inicial ya no se sostiene. Las caras de los padres transmiten un hastío existencial nivel final de vacaciones, no se hablan, miran al infinito y hacen como que escuchan la cháchara inagotable de uno de sus hijos, el pequeño, que no alcanza los diez años de edad y se balancea peligrosamente sobre su bicicleta. Otra hija, esta ya adolescente, ha pasado al siguiente nivel y está inmersa, a través de su móvil, en su apasionante vida digital, ignorando por completo a su familia. Mientras los alcanzamos, sentimos que por detrás de nosotros se acerca rauda la causa de la parada técnica de tan motivados ciclistas: una niña rubia, espigada, que no llegará a los doce años y con un casco casi más grande que ella, pedalea con fuerza para alcanzar a los suyos. Lo hace justo tras adelantarnos, por lo que vislumbramos su cara roja debida al esfuerzo. Mientras frena con violencia y sin perder un segundo se dirige con furia a su hermano pequeño, gritándole: "Dani, obviamente, si hay una PUTA persona delante tendré que parar". Pobre chica. Jodida sin solución. Cada una de esas palabras habían salido de su boca con esa dicción tan contundente y clara del pijerío madrileño. Qué tránsito tan magnífico desde ese "obviamente" a eso de "PUTA persona". Fantástico. Estaba cavando su propia tumba, sí, pero con qué clase, joder. De posible víctima pasó inmediatamente a la categoría de delincuente malhablada. La reina madre abandonó al instante su aire ausente y silabeando, casi susurrando, con voz acerada y fría como el hielo, le indica a su hija mayor (que había ya levantado la vista del móvil ante la nueva situación): "ve para allá y dale una torta en la boca". Brutal. Yo, mientras empezamos a dejar atrás al grupo, no puedo evitar una carcajada espontánea ante lo presenciado. Y ello provoca el último intento de la cría para volver a poner las cosas a su favor, para intentar evitar la furia del enjambre. Con voz lastimera, intentando dar pena gimotea: "¡pero si a ese hombre le ha hecho gracia, se ha reído!"

09 agosto 2015

Micropost (veraniego) #1: el selfie mentiroso


Hace ya un rato que han terminado de comer en uno de los mejores chiringuitos de la zona, junto al mar, con unas vistas increíbles. Son una pareja joven, ninguno de los dos alcanzará los 30 años, guapos, con estilo, él con la obligada barba recortada al milímetro, ella con el pelo recogido en un moño perfecto, ambos con ese aire de urbanitas pijos liberados por unos días de las obligaciones habituales en la vestimenta, algo que solo la playa, en verano, permite. Se les nota tremendamente aburridos, hastiados ya quizás de tanto sol, tanto mar y tanta cerveza. Curiosamente, ninguno de los dos le dedica una sola mirada a ese mar que ya casi les llega a los pies debido a las espectaculares mareas vivas que se están produciendo esos días, y que seguramente fue lo que motivó la elección del sitio para comer. Él, medio tirado encima de su silla, mira sin interés hacia un punto fijo de la mesa ya vacía. No se mueve. Parece una estatua. Todo su cuerpo transmite el tedio que lo invade. Ella hace ya varios minutos que no levanta la mirada de su móvil, inmersa en su mundo digital, contestando guasaps, tal vez, o simplemente zapeando entre las vidas de sus amigos y conocidos. No se hablan, claro, no se miran tampoco, no se hacen gesto alguno, sentados frente a frente pero sin encontrarse. Nada preocupante por otro lado, ¿quién no ha estado así alguna vez? Entonces a ella, de repente, se le ilumina la cara con una idea, tan original como moderna: cacharrea entre las aplicaciones de su móvil hasta encontrar la adecuada y le indica con un gesto a su chico que se incorpore. Él la entiende sin necesidad de palabras. Juntan sus cabezas por encima de la mesa, detrás de ellos el mar de fondo refulge azul bajo los rayos del sol, pero su fulgor ni se aproxima a la felicidad más extrema que durante un instante irrumpe en esas caras. En ambos rostros surgen unas sonrisas radiantes, de esas que llenan el alma y ante las que a uno le entran una ganas locas de aplaudir para festejar semejante dicha. La chica hace la foto, el selfie ya está construido, ambos sin intercambiarse una palabra se retiran a sus campamentos base. Él se recuesta de nuevo sobre su silla con gesto perezoso y vuelve a concentrarse en esa miga de pan de la mesa que debe estar volviéndolo loco. Ella vuelve a su móvil, al mundo virtual, tal vez subiendo el selfie a su instagram o a su facebook. Quizás con una leyenda como ésta: "Disfrutando del paraíso"

22 mayo 2015

Micropost (personal) #1: derrotas

Solo tiene que levantarse el que se ha hundido en el barro, el que parece haberlo perdido todo, el que se mira al espejo siendo incapaz de reconocerse, el que nunca consideró que él podría verse en situación semejante. Nada degradante debiera haber en el fracaso salvo la percepción de un yo herido dispuesto a lastimarse. Y a lastimar. El cine nos educó en la épica del perdedor pero nunca nos contó cómo sobrevivir a la rutina, a la desidia y al exilio emocional. Nunca nos preparó para soportar el fracaso vital, para abandonar ese puto laberinto en el que nada parece ser lo que realmente es, en el que nos perdemos una y otra vez, confundiendo prioridades, dañando a los que más queremos, convirtiéndonos en sombras grotescas de lo que creímos ser.

16 mayo 2015

El advenimiento del homo videns y su peligro para la democracia

Este post lo escribí hace ya casi diez años para aquel otro blog, Cajatonta, en el que participé durante un tiempo. Pensaba que con los años su vigencia sería menor pero lo cierto es que, a pesar de la explosión de las redes sociales, el día a día nos demuestra la tremenda influencia que la televisión sigue ejerciendo a la hora de configurar el imaginario colectivo de la sociedad a través de la difusión de ideas primarias con alto contenido emocional. Me parece interesante recuperarlo (con leves modificaciones para conseguir una mejor comprensión general).

Es una advertencia. Una reflexión preocupada y combativa. Un planteamiento provocador que se asume como tal. Un grito razonado que intenta despertar las conciencias adormecidas y provocar debate. Escrito a finales de los 90, Homo Videns, la sociedad teledirigida, es un ensayo del afamado politólogo italiano Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en el año 2005, en el que el autor defiende la tesis de que la primacía de la imagen (representada por la omnipresente televisión) en la sociedad actual, significa un empobrecimiento letal de la capacidad del ser humano para conocer y entender, puesto que supone la atrofia de su capacidad de abstracción y del pensamiento simbólico.

El papel de la televisión como fuente de entretenimiento y diversión no es puesto en duda, ni criticado. Pero siendo esto necesario y vital para el ser humano no puede convertirse en el centro de su actividad, y actualmente esa es la principal función de la televisión, así como la de sus filiales visuales, los videojuegos y el propio Internet (con vida e intenciones propias pero con contradicciones evidentes, como su hipertexto, pretenciosa lectura no secuencial). De lo que duda Sartori (y con razón) es de su función formadora e informativa. Lo visual, que debiera ser un complemento y aliado útil de la palabra escrita y hablada, se ha convertido en el todo, en el ser. Lo que es, es lo que existe en la televisión. Sólo tiene sentido como ella lo muestra. Y en ella, la palabra ha quedado completamente supeditada a la imagen. El espectador pues, queda a merced de estímulos sensitivos, va desertando de sus capacidades cognitivas, y en ese tránsito se produce la sustitución del homo sapiens por el homo videns.

Es necesario entender que este planteamiento es una visión extremista de la realidad con el que se busca alertar de un problema, pero que las premisas de las que parte son ciertas y contrastables. La experiencia demuestra que los niños de hoy ven cientos de horas de televisión antes de aprender a leer y a escribir. Es decir, su impronta educacional es plenamente audiovisual, pasiva, destructiva respecto a la imaginación o la creación. Ello conlleva una regresión evidente a la hora de su expresión escrita y oral. En muchas ocasiones no hay manera de que los escolares se expresen con un mínimo de decoro a la hora de redactar o exponer cualquier idea. La palabra escrita se abandona, se la considera elitista frente a las nuevas formas (divertidas, entretenidas e interactivas) de difusión del conocimiento. A través de la imagen, por supuesto. Pero el ser humano es antes todo un ser simbólico y se mueve siempre en el campo de las abstracciones, aunque no quiera o no esté educado para ello. De ahí el empobrecimiento con el que especula Sartori respecto a la utilización y el entendimiento de concepciones mentales. Una mesa es fácilmente representable visualmente, pero, ¿cómo representar conceptos como libertad, felicidad o justicia? Sólo de una manera pobre, parcial y distorsionada.

Tal vez el siguiente sea el aspecto más polémico del ensayo de Sartori  En su obra, como ya hemos visto, advierte sobre el empobrecimiento del entendimiento y la pérdida de la capacidad de abstracción. Para el autor ambos hechos estarían provocados por la primacía de la imagen (la televisión) sobre la palabra escrita. Y, según él, esta situación significaría un grave peligro para la democracia.

Para entender su planteamiento es necesario conocer lo que él considera que sucede con la información que emiten los medios, tanto audiovisuales como escritos. La televisión se ha impuesto a los medios tradicionales. No tiene competencia. Consigue algo que nunca o casi nunca consiguió la prensa escrita: los intermediarios no son relevantes, sólo el medio en sí. Algo es, o no es, tan sólo porque lo ha mostrado la televisión.

Esta circunstancia es crucial y nos lleva a analizar cuál es la información que se está ofreciendo por la televisión. Sartori la divide en dos tipos fundamentales: la subinformación, es decir, una información insuficiente, que provoca reduccionismos muy peligrosos y no sirve para conformar una opinión de peso; y la desinformación, una distorsión y manipulación de la información ni siquiera necesariamente consciente, fruto de las imposiciones del propio medio y de su afán por buscar siempre lo novedoso y lo excitante. El resultado es una aldeanización de la televisión. Es decir, una vez que se ha impuesto en el espectador medio que lo que no sale por la televisión no existe y que lo que no se ve no es relevante, la necesaria reducción de los costes de producción (mandar cámaras lejos es mucho más costoso) unida a la sentimentalización de las noticias, acarrea un regreso informativo a lo local, al suceso, a la mirada corta y localista, centrada tan sólo en lo que sucede en el propio entorno. Se obvian con ello las noticias de política internacional, o incluso nacional, alejadas en principio (falsamente) de los intereses y problemas de cada uno. Sólo se muestra aquello que es mediático y por tanto, susceptible de ser transformado en espectáculo. Las noticias deben ser excitantes y emotivas para mantener al público atado al sofá. De ese modo se potencia la aparición y difusión de posiciones extremas y personajes radicales.

El tipo de información que prolifera en la televisión afecta a la política y a los políticos, porque éstos son conscientes de que cada vez es más importante el cuidado de su imagen y lanzar soflamas mediáticas, y menos relevante el actuar de manera responsable en el ejercicio de sus funciones gobernantes. Políticos como aquel Julio Anguita de programa, programa, programa, desaparecen, dando paso a la nueva videopolítica (como la define Sartori). Ésta se va haciendo más y más dependiente de los sondeos y de la opinión pública y por tanto, menos independiente para tomar decisiones, siempre temerosa de perder apoyo popular. Los partidos políticos pierden entonces su poder como reserva ideológica, y el líder carismático y mediático vuelve al primer plano de esta sondeocracia.

Este el punto más controvertido de las tesis de Sartori. El autor parece dejarse llevar por la ensoñación de que en una época anterior la base intelectual de la sociedad estaba más preparada e informada, disponía de una prensa escrita plural, de calidad y era un referente cultural para el resto de la población (una opinión pública culta, no mayoritaria pero influyente). El pueblo votaba a sus representantes pero éstos, ante la incapacidad técnica de conocer las opiniones de sus electores, no tenían más remedio que tomar sus propias decisiones, apoyándose en sus partidos, en su ideología y en esa opinión pública no mayoritaria pero teóricamente preparada, hasta que se produjeran las próximas elecciones. Éste es un planteamiento claramente elitista. Además, Sartori parece confundirse (y no parece casual).

Por un lado reclama una televisión mejor y que sea desbancada de su papel preeminente informativo en beneficio de la palabra escrita. Indica, con razón, que el gran fracaso de las democracias de los Estados del Bienestar ha sido pensar que con la educación universal y obligatoria se crearían ciudadanos preocupados por la cosa pública. Y no ha sido así. La preparación con la que se responde a encuestas o sondeos por parte de la población es muy pobre, no se tiene la masa crítica de información necesaria ni las capacidades de juicio independiente desarrolladas, para opinar con criterio. Muchos apenas balbucean (intelectualmente hablando) la opinión inducida desde los medios. Pero ese fracaso no parece ser lo que moleste realmente a Sartori, sino que esa gran masa de personas desinformadas o mal informadas pueda llegar a influir en las decisiones políticas. No parece que el número de personas enteradas de temas políticos sea ahora menor que el de hace cincuenta años (entre otras cosas porque el grado de analfabetismo entonces era muy superior), por lo tanto lo que le perturba no es ese analfabetismo funcional actual del pueblo, sino que ahora lo que opina y se induce a opinar a esa masa es relevante y decisorio.

La posibilidad de la democracia directa o participativa está ahí. La democracia representativa se antoja obsoleta por la cantidad de mecanismos de consulta y participación que las nuevas tecnologías nos descubren todos los días. Asuntos como la participación de España en la invasión de Irak o el intento de implantación de contratos explotadores para los jóvenes en Francia lo demuestran. La preocupación justa que destila el pensamiento de Sartori es que la información que recibe la gente es pobre, insuficiente y manipulada. Bien. Pues entonces tendremos que mejorar la educación y replantearnos cómo se está ejerciendo. Otros autores como Gustavo Bueno, responsabilizan a los propios espectadores de la televisión que tienen. Defienden que ésta es el reflejo del pueblo. Pues vale. Puede ser, en parte. Pero este tipo de planteamientos pretendidamente lúcidos y acusadores no ayudan a buscar ninguna solución. Además, se podría responder, desde las tesis de Sartori, que ese público ya ha recibido, desde niño, una educación principalmente visual y pasiva, y por tanto ya ha visto atrofiada sus capacidades cognitivas.

Volvemos por tanto a la educación. No sirve buscar un control de lo que la televisión emite. Esas ideas de pensar por el pueblo por el bien del pueblo, pero sin él, nos retrotraen a otros momentos históricos. Es inasumible una marcha atrás Basta pues, tanto de elitismos como de conformismos. Hemos de luchar por conseguir una población educada y cultivada que pueda establecer verdaderos juicios críticos y que sean sus decisiones como espectadores, las que produzcan una televisión de calidad y útil. Hoy estamos lejos de esa bonita idea, pero ante regresiones elitistas o conformismos interesados ése debe ser el camino y el fin de lo que se busque.

12 mayo 2015

La hipótesis Matrix: Pablo Iglesias y Albert Rivera, los Neos de una historia sin épica

No sabemos quién es el arquitecto en esta historia, tal vez porque solo en una película como Matrix se puede encarnar el poder del sistema en un señor pedante con barba blanca. Suele ser un lugar común cinéfilo declarar que Matrix (la primera) es la buena y que Matrix Reloaded (la segunda) es aburrida y prescindible. No estoy de acuerdo. No se puede entender la compleja historia de poder que encierra esta saga sin esa segunda película que, aunque pecara de excesivamente discursiva, ponía patas arriba el arquetípico y simplón esquema argumental de la primera, que incluía estúpidas profecías deterministas y gurús fundamentalistas autoritarios. La clave de Matrix, la trilogía, está en aquella brutal aunque abstrusa conversación entre Neo y el viejo arquitecto, donde este le explica de manera condescendiente al confundido héroe que, en el fondo, no es más que un mindundi, una herramienta del poder para estabilizar al sistema, para canalizar el descontento de los sometidos y poder así descomprimir el sistema de las tensiones internas provocadas por las ansias de libertad de los desheredados sociales. Esa es la bomba de relojería política contenida en una historia a la que la pirotecnia audiovisual termina por dañar y nos hace olvidar la interesante crítica social que plantea. 


La irrupción de Podemos y Ciudadanos en la política española se adapta perfectamente al rol que en Matrix venía a desempeñar Neo. Desde el 15M, y con la crisis en su pleno apogeo, el paro y el descontento calaron por fin en una sociedad, la española, hasta ese momento aletargada por el consumismo y la ensoñación capitalista. A medida que el paro crecía, los sueldos bajaban y los derechos sociales se recortaban, se iba destapando la enorme corrupción de los partidos políticos en el poder y éramos testigos del derrumbe del poder financiero. El sistema, por unos breves instantes, se nos mostraba en toda su crudeza, recordándonos que nunca importaría el bienestar social a no ser que estuviesen protegidos los privilegios de los que más tienen. Desde 2011 hasta 2013 la calle empezó a hervir como no lo había hecho en España desde los ya lejanos años de la Transición. Se organizaron las mareas en defensa de la sanidad y la educación, se organizó la defensa contra los desahucios miserables de bancos sin alma, los ciudadanos se volcaban con los mineros, se rodeaba el Parlamento y triunfaban las marchas por la dignidad. Empezaron a detectarse una mayor virulencia en las manifestaciones, una rabia a veces incontenible, conatos de agresiones a políticos, intentos de ocupación de bancos... Todo ello contrarrestado por una cada vez mayor violencia policial. La gente de la calle, por fin, parecía querer mostrar a los de arriba su hartazgo. De repente, en 2014, impulsados por una innegable capacidad para la confrontación dialéctica, un grupo de profesores de la Complutense, encabezados por Pablo Iglesias, empiezan a tener cada vez más minutos de televisión, transitan de las cadenas marginales a las cadenas del poder (sin que a nadie le extrañe demasiado), y con un discurso cercano, claro y contundente terminan convirtiéndose en los portavoces de una gran parte de esa población que estaba a punto de estallar. En mi opinión no hay duda alguna de que la irrupción de Podemos, a pesar de su discurso antisistema, fue alentada y promocionada por el propio sistema como una forma de controlar la aparición de un estallido social de mayor calado. El objetivo, según esta hipótesis, sería canalizar la rabia incontenible de la gente a través de un movimiento político que permitiera atemperar los ánimos con la promesa de asaltar por fin de las instituciones de manera democrática. Y los muñidores de tal estrategia consiguieron lo que pretendían. Fue un triunfo sin paliativos. Desde finales de 2013 las movilizaciones sociales han caído de nuevo en un triste letargo del que no parecen salir. Los ciudadanos han dejado de salir a las calles a mostrar su enfado y su rebeldía y han vuelto a refugiarse en sus duras vidas y en sus rutinas dejando de lado las luchas colectivas, volviendo a batallar en esas cruentas guerras individuales que el sistema promueve y alienta. Hay un dato que ha pasado desapercibido pero que vendría  a confirmar esta tesis: en 2014 descendieron en un 30% las manifestaciones en Madrid en relación al año 2013. Y en 2015 la tónica sigue siendo sin duda la misma. No es solo que haya menos manifestaciones sino que la asistencia a las mismas ha descendido notablemente y además vuelven a ser aceptables para el sistema: “pacíficas”, poco numerosas y sin conato alguno de la violencia irrefrenable de años anteriores. Vamos a las manifestaciones (si vamos), paseamos, gritamos, cantamos un poco y luego a tomar cervezas. Podemos fue la primera herramienta del sistema para condensar en un enemigo reconocible las aspiraciones de los que querían cambiar las cosas en nuestra época. Iglesias fue el primer Neo de esta historia, alentado por los medios del poder, que otorgaron una cuota de pantalla impensable e inesperada a un partido y a unas ideas que convirtieron los indicios de ruptura social violenta en ejercicios onanistas de tuiteros apoltronados frente a la televisión, jaleando a sus nuevos héroes mientras denostaban a los Marhuendas e Indas de turno, los tontos útiles de un sistema que casi nunca ve necesario dar la cara.

2014 fue un año reparador para los grandes poderes financieros. Volvían a ganar dinero y el sistema ya estaba de nuevo reconfigurado y estable tras los vaivenes de la crisis, olvidadas ya aquellas veleidades de políticos mediocres que volvían a mentir cuando gritaban sin resuello que teníamos razón, que había que construir un nuevo tipo de capitalismo. Las calles se fueron tranquilizando, la macroeconomía entraba de nuevo en número positivos, los ricos volvían a hacer dinero… ¿Y los parados? ¿Y los asalariados? Qué le importa al sistema lo que les pase mientras unos y otros bajen la cabeza, mientras los unos traten de sobrevivir devorándose entre ellos y los otros curren como cabrones, asustados ante el temor de perder el trabajo, mientras unos y otros vuelvan a aislarse y solo suelten su bilis y dejen escapar su dolor en privado. Solo una cosa empañaba el nuevo nirvana del capital en la hundida y depauperada España actual: los enormes errores cometidos por sus corruptas marionetas políticas del PP y del PSOE, unidos a la corriente de ilusión despertada por el discurso regenerador de Podemos, habían aumentado por encima de lo deseable, y peligrosamente, las expectativas electorales del nuevo partido. Y eso era algo que no se podía permitir. Tenían medios más que suficientes para evitarlo. Ahora los pondrían a trabajar en la dirección correcta. De la noche a la mañana, bien entrado 2015, fuimos testigos de cómo, de forma paralela a una campaña de desprestigio a Podemos orquestada para provocar el miedo a ellos en las clases medias, se construía de manera intelectualmente grosera el movimiento a favor de Ciudadanos, un partido hasta ahora inexistente a escala nacional y cuyo discurso apenas daba para construir un altavoz antinacionalista en Cataluña. Albert Rivera sería el nuevo Neo del sistema, aupado a las alturas políticas tan solo con único objetivo: desbancar a Iglesias y a Podemos como alternativas a la vieja política representada por un PP y un PSOE desgastados por tener que asumir en exclusividad la responsabilidad final de una crisis que nunca fue política, sino económica, financiera y de modelo capitalista. Con Ciudadanos hemos asistido a la mayor operación de construcción de una alternativa política en España desde la irrupción de González en Suresnes. Han tenido que montar todo el tinglado con excesiva rapidez y eso ha provocado que pocos puedan creer que su ascenso en las encuestas tenga siquiera que ver con algún anhelo sociopolítico del pueblo (como sí sucedía con Podemos). Ha sido evidente que han contado con la total connivencia de los medios del régimen para construir un discurso que emula punto por punto, en su sumisión a las doctrinas neoliberales del libre mercado, a los discursos de los partidos de la casta pero que, de forma tan asombrosa como triste, ha sido comprado por buena parte de una población desencantada e irreflexiva que parece considerar que el problema se soluciona cambiando las viejas caras por nuevas caras, más jóvenes, menos manchadas por la corrupción. Pero igual de sometidas al régimen.

Y aquí estamos, ahora. A un paso las elecciones municipales y autonómicas. Como en 2011, tras el 15M. Con esa horrible sensación de fracaso de nuevo en la boca. Tal vez  peor incluso que en 2011, cuando la explosión social del 15M desembocó finalmente en la victoria aplastante del sistema encarnado políticamente entonces por el PP. Durante cuatro años hemos sufrido, nos han vapuleado, nos han robado, se han reído de nuestras ansias de cambio, nos hemos levantado, hemos peleado, hemos querido creer que el cambio era posible, que sería con Podemos con lo que daríamos la vuelta a la situación. Y justo llegando a la meta la realidad nos está ya avisando que tampoco ahora será. Es la hora de los cínicos, de esos que siempre ven todo con antelación, de los que nunca se fracasan porque hace tiempo que desistieron de intentarlo. Porque lo que dicen las encuestas es que como pasara en 2011, el sistema va a volver a ganar. Ahora encarnado políticamente en la suma de PP + Ciudadanos (y con el PSOE detrás para ayudar, por si hiciera falta). Y si eso pasa será muy difícil levantarse de nuevo…

A pesar de todo, a pesar de saber que el partido se nos ha puesto muy difícil, de que hagamos lo que hagamos el sistema siempre parece ganar, recordemos por una última vez a Matrix, y el Neo de aquella historia, que sí consigue finalmente dos cosas: un empate difícil a última hora y, por el camino, ponerles nerviosos, tocarles las narices, hacer que se muevan incómodos en sus poltronas…Quedan pocos día para las elecciones, nuestra forma de dar aquel telefonazo, ¿llamamos?

20 marzo 2015

El tutor de la ESO en el laberinto: reflexiones a pie de aula


Hay un aspecto de la labor docente del que no se habla nunca demasiado. Tal vez porque se minusvalora o porque es difícilmente mensurable, tal vez porque mientras demasiados creen tener la fórmula mágica para transformar “radicalmente” la educación (mientras ganan dinero teorizando sobre ello), pocos se atreven a analizar la importancia que tiene una labor que se ha convertido en esencial en la enseñanza actual, pero cuyo espacio de lucimiento es pequeño, por lo que difícilmente podrá ser puesto en valor por los centros educativos. Estoy hablando de la labor de tutoría en cursos de la ESO. Desde que empecé a dar clases, salvo en alguna ocasión, cada curso he sido tutor de algún grupo de alumnos en esta etapa educativa, trascendente en la formación de los adolescentes. A pesar de que defiendo cada día con mayor convicción que el objetivo fundamental e irrenunciable de nuestra labor como profesores debe ser llevar al límite a nuestros alumnos para que empiecen a dar pasos firmes en el inabarcable mundo de los conocimientos, y que sin el aprendizaje de contenidos es imposible que ellos puedan construirse como personas cultas, formadas y críticas de nuestra sociedad, he de aceptar también, sin que para mí sea contradictorio, que más allá de mis clases y los contenidos tratados, pocas cosas me han dado tanta satisfacción en mi profesión como la especial relación establecida con estos alumnos de los que fui tutor. También he de asumir que nada me ha supuesto nunca en mi profesión mayor sensación de fracaso y desazón.

En este mundo de trincheras que es la educación, la labor tutorial supone en ocasiones una gran paradoja, ya que la humanidad y el buen hacer de profesores de la vieja escuela terminan convirtiéndolos en buenos tutores, mientras que jóvenes seguidores de las nuevas pedagogías, believers fanatizados de la educación emocional, fracasan ante realidades complejas que los convierten en inútiles totales frente a grupos de alumnos que desprecian sus pobres intentos de acercamiento. Obviamente no debiera hacer falta señalar que situaciones a la inversa también se producen, con veteranos profesores incapaces (o directamente “objetores”) de conectar y guiar a sus grupos y jóvenes profesores fajándose en un día a día tan duro como poco reconocido por nadie. Los años trabajados me han dado para ver casi de todo: he visto a tutores soportar la presión frente a situaciones irresolubles con grupos imposibles o alumnos desquiciados. He visto a tutores desentenderse de manera miserable de alumnos superficialmente conflictivos, al borde del abismo, que demandaban a gritos a alguien los recondujera y guiara, alguien que él no estaba dispuesto a ser. He visto a profesores mediocres ejercer de fantásticos tutores, ayudando a alumnos desorientados a reenfocar su educación y su futuro mientras que excelentes profesores se veían impotentes para acercarse emocionalmente a sus alumnos y conseguir ayudarlos en momentos claves de su formación. Lo que pocas veces he visto es reflexionar a mis compañeros sobre la importancia de la tutoría y su (en ocasiones notable) incidencia en los resultados académicos de los alumnos durante un curso.

Hace años encontré en un excelente ensayo escrito por Concha Fernández Martorell (El aula desierta) aquello que definía para mí con precisión lo que un profesor debe sentir por sus alumnos para poder realizar con éxito su labor: afecto. No tiene sentido hablar de amor (un sentimiento exagerado, distorsionador, equivocado); ni una incomprensible indiferencia (un sentimiento entorpecedor, ineficaz, altanero). Debe sentir afecto por todos a los que enseña. Parece simple. No lo es. Al final, en la sociedad actual, en la que los adolescentes demandan casi con fiereza un lazo emocional que les permita convertir a su profesor en guía y referencia educativos, serán la cercanía y la capacidad de comprensión de la personalidad adolescente lo que permitirá al profesor enseñar con garantías de éxito. Y que ese acto de enseñar no sea una práctica onanista que parezca demostrar lo bien que él prepara y organiza sus clases, sino algo que tenga un significado real en el aprendizaje de sus alumnos. Lo demás, ya sea la cháchara pedagógica moderna o la retórica anquilosada de la vieja escuela, teniendo su valor, no deja de ser finalmente secundario, intrascendente en el día a día de las aulas. Pues bien, en mi opinión ser tutor, sin duda, es multiplicar todo lo dicho por mil. En septiembre debes convertirte (por ley) en el responsable final de la evolución académica de un grupo excesivamente numeroso de adolescentes a los que no conoces, de los que no sabes nada, y que la primera vez que entras en el aula notas, entre divertido y acojonado, cómo te evalúan con desconfianza, cómo juzgan cada gesto que haces, cada frase, esperando el fallo, el error, buscando la debilidad, la incoherencia. Buscan clasificarte rápidamente, arrinconarte, convertirte en inútil para ellos, en irrelevante, como tantos otros antes que tú. Qué difícil es todo. Pocos lo saben. Pocos lo entienden. Menos son capaces de asumirlo.

No he sentido nunca una sensación de fracaso absoluto como profesor. Siempre, con cada uno de los grupos a los que impartí clases, conseguí (o creí conseguir) que un número importante de mis alumnos se enganchara a lo que les contaba, hiciera importante mi materia, respirara tensión positiva en mis clases, a veces se divirtiera. Como tutor la cosa se hace más difícil de interpretar. Solo siendo tutor he sentido el agrio sabor de la derrota en mi boca, he tenido que asimilar la inutilidad de la batalla individual, la necesidad de convertir la enseñanza en un proyecto colectivo en el que los profesores se impliquen y los padres no se conviertan en estériles enemigos. Pronto sentí la frustración que conlleva el ingenuo intento de salvar a ciertos alumnos, en los que al determinismo social y familiar se les une una lacerante incapacidad de responsabilidad personal que los convierte en carne de cañón educativa. Nadie parece poder salvar a nadie. La educación reglada no es terreno abonado al heroísmo. Afortunadamente, tal vez. Pero el análisis racional no evita sentir una enorme frustración ante la injusticia que supone el fracaso de alumnos alienados por un contexto sociofamiliar y económico que les impide ser realmente libres para elegir desertar de un futuro objetivamente mejor. Y que castiga con inusitada crueldad cualquier veleidad durante los años adolescentes. No es casual (y quien diga lo contrario miente) que casi nunca fracasen en la ESO los hijos de la clase media. Y mucho menos, los hijos de los propios profesores.


A mí ser tutor, como ser profesor, me ha hecho mejor persona. A estas alturas no tengo ninguna duda. Me ha hecho acercarme, con dificultad, por mi carácter, al significado real de la empatía y de la necesidad de respetar al otro, dejando de lado esa soberbia egotista que tanto me cuesta abandonar. Ser considerado con el alumno, humilde a la hora de interactuar con él, seguro a la hora de exigirle, consciente de que el respeto no se impone sino que se consigue, con tus actos, con lo que muestras, con lo que les demuestras. Nunca caeré en el error de pretender ser “colega” de mis alumnos, pero es imposible ejercer una labor tutorial adecuada desde la distancia prudencial que muchos profesores ponen con ellos. Debes acercarte, conocerlos, darles confianza y exigirles responsabilidad, entender la frustración de muchos padres incapaces de comprender los problemas por los que pasan sus hijos, desbordados en su paternidad, ser comprensivos pero firmes, indagar en las causas de los problemas, ir al origen del conflicto, luchar denodadamente por (re)construir nuevas vías por las que hijos y padres puedan caminar, pero nunca olvidar que el éxito de la labor tutorial se mide finalmente en función de que se consiga o no que, durante ese curso, esos chicos y esas chicas refuercen la seguridad en sí mismos y sean capaces de mejorar su rendimiento educativo, que aprendan a conciliar el principio de deseo (motor para conseguir metas exigentes) con el principio de realidad (aprender a conocer las propias limitaciones), para así poder ir poniendo los cimientos de un futuro formativo y personal mediante el que se puedan alejar de contextos personales, en ocasiones, dramáticos.

Y ahí seguimos, caminando, peleando, siendo este año tutor de un 2º ESO complicado con chicos tan estupendos como en algunos casos absolutamente perdidos, casi desahuciados por el sistema. Otro año más volviendo a fracasar como tutor con alumnos a los que finalmente es imposible ayudar. Pero también disfrutando de esas pequeñas victorias cuyo valor real jamás tal vez podré comprobar pero que siempre parecen tener un significado positivo, alentador. Y que dan sentido al trabajo realizado.

23 febrero 2015

La cafetería más triste del mundo

Ceno en soledad tras un largo día dentro de la bestia. Tras casi dos años nos reclamó de nuevo. Por fin tengo un rato solo para mí, para ordenar mis pensamientos y gestionar a duras penas mis miedos, mientras mastico de manera mecánica, alimentándome por mera rutina horaria. Delante de mí, en la cafetería más triste del mundo, tres mujeres que no parecen alcanzar aun los treinta años conversan animadamente, sentadas alrededor de una de las mesas. Mientras me explico, me animo, me hundo, me discuto y me construyo un relato de tranquilidad las observo distraído, sin mucha atención. Una de ellas, de repente, se levanta, va a marcharse, comenzando así el inevitable ritual de despedida, con abrazos intensos, besos y sonrisas un tanto exageradas. Tras desaparecer, las otras dos vuelven a sentarse y comentan algo que no alcanzo a escuchar pero que les hace sonreír a ambas de manera cansada. Se nota que son hermanas, siguen hablando, siguen sonriendo, casi ríen… De repente se hace el silencio, una de ellas se queda mirando un instante al infinito y rompe a llorar. Su cara transmite ahora una angustia incontenible. La otra, sin decir nada, sin que tal vez pueda decir nada que merezca la pena en esos momentos, con una enorme tristeza, despacio, le echa la mano sobre el hombro y aprieta fuerte, apenas un instante, haciéndole saber a su hermana que está ahí, que la entiende, que siente lo mismo, que nada puede hacer salvo ofrecerle ese mínimo contacto, con la esperanza de que sirva para que comprenda que no está sola. No parece tener la más mínima intención de parar ese momento, solo permitir que fluya y que sirva como desahogo necesario. Son solo unos segundos. Después, la primera hermana se recompone, se limpia las lágrimas por debajo de las gafas y comenta algo. Solo entonces la otra retira el brazo, lentamente, terminando el contacto con una leve caricia, sonríe. Continúan charlando. Yo bajo la mirada, las dejo solas, y recuerdo, nos recuerdo, y siento como una ola de afecto hacia ellas crece en mi interior. Hoy a mí no me ha tocado vivir ese carrusel de emociones que ellas están sufriendo, las de verdad, no las que apenas intuimos a través de la ficción, esos arrebatos incontrolables de dolor entremezclados con las conversaciones más banales, con las sonrisas más estériles, las más vacías, las menos comprensibles. Quizás las más necesarias. A mí todo me ha salido hoy bien. Nuestro paso por la bestia será efímero,  no volveré solo a casa. Volveré de nuevo acompañado. Levanto la cabeza y miro por última vez a mi alrededor. De la veintena de mesas que están montadas a esa hora de la noche ni la mitad están ocupadas y en varias de ellas solitarios como yo mastican de manera mecánica, alimentándose, tal vez, por mera rutina horaria. Pido la cuenta. Necesito irme de ahí ya. Pago y huyo. Sin volver la vista atrás.