19 julio 2013

Un niño en la tormenta

Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y, lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su vida.

Está creciendo en medio de silencios incómodos y responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras, no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y por la incomprensión.

En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.

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